domingo, 24 de febrero de 2013

Jaisalmer, gélido desierto

 Hola a todos!

Tras esquivar la tela de araña que nos había preparado el avispado negociante del desierto, y con nuestras mochilas a cuestas andamos hasta el interior del fuerte, donde recordaba perfectamente el camino que llevaba al hotel de mi último viaje. Para quienes no lo recordeis, en Jaisalmer pasé los peores días de un fuerte virus estomacal, que me dejó encerrado durante una semana en la habitación de este hotel, en el que los trabajadores me trataron con especial cariño, mi proveían de medicinas, galletas y agua con suero, y se preocupaban por mi a todas horas. Aún siendo mis peores días en cuanto a salud durante los tres meses que viajé por la India, es uno de los lugares que más recuerdos bonitos me ha dejado. Todavía, después de diez meses, me siento agradecido por el cuidado de los que yo llamo mis amigos del desierto. Lo que no sabía es si ellos se acordarían tan bien de mi como yo de ellos.

Nada más entrar en el hotel, nos recibe un chico alto al que no soy capaz de reconocer. Se llama Nabú, y es nuevo en el hotel. Le pregunto si está Munna o Aladín, y me dice que ellos ya no trabajan aquí, pero que ahora el organizador es Abdul, y que llegará en unos momentos. Al llegar Abdul me reconoció en seguida, incluso supo decir que la mujer que me acompañaba era aquella madre con la que cada día habían hablado ellso en la webcam. Le hizo ilusión volverme a ver, y yo le pedí si podíamos estar en la misma habitación en la que pasé aquellos días tan malos. A pesar de todo, me traía buenos recuerdos de buena hospitalidad. Después de negociarla nos la dejó a buen precio, y a Alex le hizo un buen descuento por otra bonita habitación. Como la última vez lo pasé muy bien en el desierto con ellos, decidí pedirle información para repetir la bonita experiencia. Me dijeron que justo a las dos saldría un jeep y que la excursión sería exactamente igual a la asistí en abril. Así que después de negociar el precio, decidimos aventurarnos en lo que ellos llaman el safari por el desierto.

Tuvimos el tiempo justo para comer antes de salir del fuerte en busca del jeep que nos llevaría al desierto. Cuando llegamos al jeep, otra sopresa me esperaba, pues abdul había llamado a mi amigo Munna para que fuese él el que nos llevara al desierto. Cuando Munna me vio me reconoció a la primera, me dió un fuerte abrazo, y trató a mi madre como si de la suya se tratase. Al estar contento de mi visita, fue a comprar pollo para darle un toque especial a la comida de esta noche. También nos propuso comprar un botella de alcohol, pues de alguna manera deberíamos combatir el frío de la noche. Aceptamos, y tras invitarnos a un chai, nos pusimos en marcha rumbo al desierto.

Tras un buen rato en en jeep, alejandonos de la ciudad camino a la frontera con Pakistán, dejamos la carretera a unos cincuenta kilómetros de Jaisalmer, para meternos por caminos de áridas tierras, con escasos arbustos y algunos campamentos del ejército. Esquivamos vacas y cabras, hasta que llegamos a las dunas, donde pasaríamos la noche. Allí nos esperaban un camello para cada uno, en el que durante dos horas visitaríamos el pequeño rinconcito dunar del desierto del Thar. Disfrutamos de las formas de las dunas jugando con el aire y las sombras del atardecer, hacíamos fotos como verdaderos aventureros del desierto y nos reíamos con los extraños comportamientos de los camellos.

Después de las dos horas en camello que nos dejarón las caderas y el trasero con agujetas para tres dias, Los organizadores habían preparado chai calentito para todos y patatas fritas de colores junto con ricas pakoras (verduras rebozadas con especias), aperitivos con los que vimos la preciosa puesta de sol, a la cual nos acompañó una família de gitanos del desierto, tocando la flauta y bailando en busca de una pequeña remuneración por su trabajo artístico. Y entre la puesta de sol y el anochecer, Alex y yo aprovechamos para jugar en las dunas. Como dos niños pequeños, corríamos y saltábamos al vacío por las pendientes que provocaban las formas dunares. Nos hacíamos fotos volando y revolcándonos por la arena. No hay nada como recuperar pequeños momentos de la infancia y sentirse niño otra vez.

Cuando volvimos, nos acercamos al fuego, pues con la puesta de sol había llegado el frío y la oscuridad, y no había nada mejor que la hoguera con la que cocinaban la cena para coger un poquito de calor. Ahora el grupo se había agrandado, y a parte de Alex, Maria y yo, contabamos con siete coreanos que se habían unido, más el camellero y sus dos jovenes ayudantes, el conductor del jeep y Munna. Nos sirvieron un sabroso thali a base de verduras y pollo, que compartimos entre dos personas, y que comimos divertidos por la falta de luz, Después de comer fuimos a buscar arbustos secos, pues necesitabamos una hoguera si queríamos pasar un rato divertido antes de ir a dormir. Hicimos un fuego que fuimos alimentando con ramas secas que ibamos yendo a buscar por turnos, y que aguantó unas cuantas horas antes de acostarnos.

Una vez cenados nos pusimos todos alrededor del fuego, y las diferencias de idiomas hacían suponer que sería una noche aburrida. Munna sacó las botellas de wishkey que le habíamos encargado, y resultó que los coreanos bebieron un vaso cada uno, aún habiendo comprado ellos también una botella. Pues no se si es porque hacía mucho frio, o es la excusa que pusimos porque teniamos ganas de beber, pero entre Maria, Alex, una de las coreanas y yo nos bebimos casi todo el alcohol que se había comprado, tanto el nuestro como el de nuestros amigos coreanos. En ese momento la noche empezó a tomar sentido. El camellero empezó a cantar canciones típicas del desierto, y Alex propuso que cada uno cantara una canción de su país. Uno de los coreanos nos regaló una lenta melodía local, y Alex se escabulló de cantar organizando el juego. Pedimos a los coreanos que nos enseñaran a bailar el Gang Nam style, pero no se animaron. Así que Alex nos convenció a Maria y a mi para enseñar el baile de la macarena. Aunque la considero una de las conciones más ridículas del mundo, estabamos en un momento divertido de la noche, y no podía imaginarme a siete coreanos y tres indios bailando la macarena con un brasileño y dos españoles en medio del desierto y alrededor de una hoguera. Era surrealista, loco, divertido, así que nos animamos a enseñar el baile. Acabamos todos riendo, algunos saltaron el fuego, la macarena había salvado la noche, quien nos lo iba a decir.

Pero Alex, el promotor de todo esto, no iba a escabullirse de mostrarnos su música tradicional. Intentó darnos una pequeña lección de salsa, pero se le olvidó que nos encontrabamos entre asiáticos, y que el ritmo latino solo se encuentra entre latinos. Tras fracasar con las lecciones de salsa, propuso utilizar el ritmo y los pasos básicos de esta musica para jugar al juego de las sillas, pero esta vez los asientos serían una manta en las dunas que iríamos doblando mientras se fuera eliminando gente. Parecía que este juego era nuevo para todos, y lo pasamos muy bien peleando por un sitio donde plantar el trasero. Nuestra sorpresa vino cuando el camellero se declaró ganador, y al girarnos ya no quedaba ni un solo coreano alrededor nuestro. ¿Que había pasado? Egoístamente y desobedeciendo los consejos del camellero, un hombre del desierto que sabe lo que dice, todos se metieron corriendo en una caseta de matojos que habían construido para guardar los alimentos y las mantas. El camellero les advirtió que el frío venía de ese lado, pero aun y así no hicieron caso y justo al terminar el juego estaban todos dentro. El camellero preparó para nosotros mantas suficientes para que no pasaramos frío, y nosotros tratamos de ponernos el mayor número de prendas de ropa posible, camisetas, polares, chaquetas. Arrimados a lo que quedaba del fuego, contemplamos el espectáculo estelar antes de dormirnos. Aún siendo la tercera vez que duermo en el desierto, me sigue impresionando el precioso escaparate de estrellas que este lugar mágico ofrece para dar las buenas noches. Para Maria y Alex era su primera vez, y me hicieron recordar a mi primera vez durmiendo bajo las estrellas en el desierto del Sahara, en tierras marroquíes. Dormir bajo el manto de estrellas más impresionante que puede verse en todo el planeta nunca dejará de gustarme.

La gélida mañana nos dió los buenos días unos minutos antes del increíble amanecer. Un enorme solo de un naranja muy intenso aparecía en el horizonte ayudandonos a calmar el frio que intentábamos sofocar quemando algunos hierbajos que fuimos a recolectar recién levantados. Mientras tanto, el camellero y sus ayudantes preparaban un cálido y reconfortante chai que nos daría la energía suficiente para aguantar hasta la hora del desayuno. Mientras llegaba la hora de llenar el estómago, algunos buscaban un poco de intimidad entre las dunas que harían las veces de baño, otros ayudarían a mantener encendida la hoguera que nos calentaría hasta que el sol empezara a caldear el ambiente, y otros comentaríamos como había sido nuestra experiencia bajo las estrellas. Para los que nos mantuvimos a la interperie según los consejos del camellero nos pareció que el frio no había llegado a afectarnos, pues dormimos resguardados del viento por la fachada de la cabaña. Los que durmieron dentro de la cabaña admitieron haber pasado mucho frío incluso pegandose unos con otros buscando el calor humano. Esta mañana todos nos fuimos con una buena lección, y es que la falta de conocimientos hacen que la lógica no tenga bases para la toma de decisiones, y la los consejos de la experiencia muchas veces son los más sabios. Yo sigo diciendo, que allí donde fueres haz lo que vieres, y que si el camellero decidió dormir en la calle, era porque sabía lo que iba a ser mejor para él.

En el desayuno tampoco hubo escasez de nada. Nos prepararon un puré de sémola dulce, galletas, tostadas, frutas... El excesivo manjar no tuvo nada que envidiar al de un hotel de lujo, y mucho menos viendo como aquel imponente y precioso sol se alzaba ante nosotros, dotando de maravillosas tonalidades al mar de arena que se expandía ante nuestros ojos. Disfrutamos del amanecer. de la buena comida, del calor de los rayos del sol, de la buena compañía.

Poco después llegaba la hora de partir. Subimos cada uno a su camello e iniciamos la vuelta a Jaisalmer. Después de un par de horas balanceandonos a lomos de los enormes camellos nos bajaron para tomar el jeep que nos llevaría a casa. El lugar donde hicimos el cambio de vehículo era una pequeña aldea de gitanos rajasthaníes, donde un grupo de inocentes y curiosos niños nos abordaron con la intención de conseguir algun caramelo, bolígrafo o galletas. Apenados por llevar poco que ofrecerles, les dimos lo que nos quedaba en la mochila, repartiendo un paquete de galletas entre ellos, y algunos caramelos. También engañamos al camellero, dando una pequeña propina económica a sus ayudantes, pues nos habíamos informado de la remuneración que cada uno recibía y no nos parecían justas las condiciones de vida de aquellos jóvenes que servían al camellero. Por un momento casi nos pillan con la mentirijilla, pero todo salió bien y los jóvenes ayudantes quedaron contentísimos.

De vuelta a Jaisalmer, fuimos a comer algo, y después salimos del fuerte para poder visitar algo de la ciudad baja. Como hoy era el último día de Alex en Jaisalmer y como consecuencia su último día con nosotros, decidimos pasarlo juntos viendo cosas bonitas. Callejeamos por la ciudad antigua de Jaisalmer hasta llegar a las impresionantes Havelis, antiguas casas de los ricos comerciantes a las que no les faltó ningún detalle lujoso el día de su construcción. Y como de mi primera visita a la ciudad, tenía el buen recuerdo de un barrio humilde donde los niños me asaltaban en busca de caramelos, propuse volver allí para ver si podíamos encontrarnos con esos niños de nuevo. Previamente pasamos por una tiendecita para comprar muchos caramelos y bolígrafos. Después, subimos las escaleras que llevaban al barrio donde vivían los niños.

Nada más llegar, encontramos un solo niño en la calle, al cual le ofrecimos un caramelo. Medio minuto más tarde, la estrecha callejuela se había inundado de sonrientes niños en busca de sus codiciados caramelos, pues el primer niño había empezado a gritar y había entrado a las casas para buscar a todos sus amiguitos. María, que era la que llevaba la bolsa de caramelos, se vió envuelta en un huracán de gritos, risas, pequeños engaños para conseguir caramelos extra, y un incesante eco que repetía la palabra "chocolates", nombre con el que llaman a los caramelos de toffe en India. En pocos minutos, las madres de los niños se habían unido a la petición de caramelos, y las vecinas, algunas más tímidas, otras muy atrevidas, salían para ver si ellas también podían consegir algunos dulces. Por un momento tuvimos que frenar la avalancha, pues María tuvo miedo de ser arrastrada y caer por la inclinada escalera en la que nos encontrábamos. Al intentar poner calma entre tanto caos, un amable señor, al que recordaba de mi última vez en Jaisalmer, nos volvió a ofrecer amablemente su terraza con unas impresionantes vistas al fuerte y a la ciudad. Allí estuvimos más tranquilos, pudimos hacer fotos de los niños, jugar con ellos, y dar los caramelos con más calma y de forma más equitativa. Cuando pude empezar a identificar a los pequeños diablillos, me di cuenta que eran exactamente los mismos niños con los que jugué el año pasado, y me di cuenta de cuánto habían cambiado algunos de ellos. Uno tenía el pelo más largo, otros vestían ropas de más abrigo, otros eran más altos, e incluso algunos que eran más tímidos ya se habían espavilado. Los más pequeños ya empezaban a andar, algunos lloraban porque les daba miedo la situación, otros reían, y alguno se animó a bailar. Estando en Jaisalmer, una ciudad con tantísimo encanto, me resulta difícil explicar que esta estrecha escalera de este humilde barrio, desconocido por la mayor parte de los turistas, se mi rincón favorito en este lugar, y entre los mejores de todo mi viaje en India. Y es que India tiene incalculables factores que la hacen un país mágico, pero su factor principal son sus gentes, y entre ellas sus niños son del todo enamoradizos.

De vuelta al hotel estuvimos paseando por el interior del fuerte, pero nuestras energías estában al límite. La noche en el desierto, el paseo por la ciudad y el emocionante encuentro con los niños nos había dejado tan cansados que lo único que deseábamos era ir a dormir. Tras hacer unas pequeñas compras de ropa en una tienda que nos hizo buenos descuentos, fuimos a descansar al hotel. Antes de acostarnos nos despedimos de Alex, pues él partiría muy pronto hacia el norte en busca de nuevas aventuras y nosotros volveríamos a Delhi, para pasar nuestros últimos días en el viaje de Maria. Yo no me despedí con un adiós, pues habíamos planeado vernos en Allahabad una vez que Maria volviera a casa, así que seguro que nos veríamos de nuevo en poco más de una semana.

La mañana siguiente, Maria y yo la dedicamos a descansar. Estuvimos leyendo, conectados a internet, comimos bien. Esta tarde nos esperaba un largo viaje de 18 horas de vuelta de Delhi.















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